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Sobre el diagnóstico diferencial de las neurosis (1)

Argán: Entonces, a vuestro juicio, ¿los médicos no saben nada?
Beraldo: Sí, saben, hermano. La mayoría saben bellísimas humanidades, saben hablar en buen latín, saben nombrar en griego todas las enfermedades, definirlas y dividirlas; pero en cuento a curarlas, eso es lo que no saben en absoluto. (2)

I

Han pasado ya varios siglos desde que el genio de Molière se ganara la reprobación casi unánime de la sociedad de su tiempo, mirando a sus contemporáneos a través de la lente del ridículo, al tiempo que les hacía reír a carcajadas. Especialmente de la burguesía, que veía desnudar imprudentemente a los ojos del mundo los más secretos y domésticos pliegues de su intimidad. Maestro indiscutido de la comedia de costumbres y caracteres, Molière nos presenta una completa galería del ridículo, en catálogo completo de personajes grotescos entre los cuales hay uno con el que parece especialmente ensañado: el médico. En El enfermo imaginario, obra que se desarrolla alrededor de la cama del convaleciente Argán, el retrato del médico del siglo XVII aparece pintado implacablemente por parte de Beraldo —hermano del «enfermo»—, quien trata de convencerlo de que su padecimiento es sólo producto de su imaginación, siendo las recetas del Dr. Purgón lo que en verdad lo trastorna: «Vuestros grandes médicos —dice Beraldo— son dos personas distintas en las palabras y en los hechos. Oídles hablar: los más hábiles del mundo; vedles actuar: los más ignorantes de todos los hombres». Han pasado varios siglos. La medicina ya no es aquella del Dr. Purgón, la de las indiscriminadas sangrías, lavativas y clisterios. Sus procedimientos se han ido optimizando en la medida en que el cuerpo humano fue dejando de pertenecer a la naturaleza y acabó siendo atravesado —podría decirse célula por célula— por el saber científico. El cuerpo humano ya no es el mismo del siglo XVII, ha sido desmenuzado y recompuesto una y otra vez, ha sido cortado, cosido, atado, y serruchado con serrucho cada vez más fino: ha sido nombrado. Y se lo vio distinto desde el microscopio electrónico. Y se lo maneja mejor con tecnología láser. Se han curado enfermedades incurables, las más temidas, las más terribles; y sin embargo otras han seguido burlando los radares de la medicina, a través de señuelos y pistas falsas, tomando prestados síntomas de otras enfermedades para desconcierto de los médicos, reemplazándolos luego por otros en forma abrupta e inexplicable. Frente a esto, la respuesta de la Medicina tiene como resultado el nacimiento de la Psiquiatría, que viene a ocuparse, de alguna manera, de todos aquellos enfermos que contradicen el saber del médico, de todos esos cuerpos que con sus extraños comportamientos parecen responder a leyes distintas que las de la sabia anatomía. ¿Y cómo se ha ocupado la Psiquiatría de ellos, al menos antes de la irrupción del Psicoanálisis? Podría decirse que de forma no muy distinta a como nos describe Molière, en boca de Beraldo, a los médicos del siglo XVII:
«Saben nombrar en griego todas las enfermedades, definirlas y dividirlas; pero en cuento a curarlas, eso es lo que no saben en absoluto».
En efecto, la Psiquiatría ha avanzado en una descripción minuciosa de las enfermedades mentales, las ha agrupado y reagrupado de manera cada vez más prolija. Pero allí donde ubicamos su mayor «progreso», podemos ubicar también su mayor fracaso. No es de mi interés profundizar aquí en una reseña histórica de los caminos recorridos por la Psiquiatría desde sus orígenes hasta nuestros días, tampoco hacer una crítica sobre ella, ni profundizar o contradecir su saber. Pero se nos hace imprescindible, para lo que sigue, ubicar el punto en el cual el psicoanálisis irrumpe con toda su novedad aparentemente a contramano del Saber de los médicos... Aunque el propio Freud se ocupó de aclarar que, a su entender, «…en la naturaleza del trabajo psiquiátrico no hay nada que pudiera rebelarse contra la investigación psicoanalítica. Son entonces los psiquiatras los que se resisten al análisis, no la psiquiatría»(3). Mientras aguardaban vanamente descubrir el origen orgánico de estas irrespetuosas enfermedades que parecían desconocer los manuales de medicina, los psiquiatras tuvieron tiempo de describir lo que veían, y en esto no ahorraron esfuerzos. ¿Qué es lo que veían? Veían, por supuesto, lo que se deja ver: los síntomas. No es de extrañar, entonces, que sea en relación a ellos la forma en que se fue sistematizando su saber: síntomas parecidos responderían entonces a patologías emparentadas; y, por el contrario, la observación de síntomas distintos entre dos pacientes sería un irrevocable indicador de la diversa naturaleza de esas patologías. De esta manera, las enfermedades que presentaban síntomas somáticos debían guardar alguna relación entre sí, diferenciándose radicalmente de las que no los presentaban. Claro que las cosas nunca terminaban de encajar, observándose por ejemplo que enfermos que presentaban síntomas parecidos, tenían sin embargo una evolución muy distinta, avanzando algunos hacia un profundo deterioro de sus facultades intelectuales, en tanto que otros las conservaban en forma intacta. Por otra parte, enfermos que presentaban sintomatologías de naturaleza distinta, evolucionaban sin embargo de manera muy similar, como en el caso de la histeria y de la «locura de duda». Esto ya lo observa Kræpelin: la histeria y la neurosis obsesiva no terminan en demencia, aunque parecía obvio que la una con la otra nada tenían que ver…

II

Decíamos que la clínica freudiana irrumpe a contramano de las clasificaciones psiquiátricas: «La psiquiatría clínica —nos dice Freud— hace muy poco caso de la forma de manifestación y del contenido del síntoma individual...» mientras que «…el psicoanálisis arranca justamente de ahí, y ha sido el primero en comprobar que el síntoma es rico en sentido y se entrama con el vivenciar del enfermo»(4). La historia es más o menos conocida. Su experiencia con Charcot, en la Salpetrière de París, a partir de la cual se produce un viraje fundamental de su interés desde la neuropatología hacia la psicopatología, es decir, de la ciencia física a la psicología, al tiempo que observa que el mapa del cuerpo de la histérica no concuerda con la anatomía... Sus Estudios sobre la histeria junto a Breuer, a quien Freud atribuye el descubrimiento del sentido de los síntomas neuróticos. Su libro sobre los sueños, su Psicopatología de la vida cotidiana, el chiste, y todo lo que vino después, no será otra cosa que el desarrollo de este descubrimiento, al que Freud imprime su marca: los síntomas neuróticos tienen sentido, al igual que las operaciones fallidas y los sueños, siendo este sentido inconciente y estando en relación con la vida de las personas que los exhiben, fundamentalmente con su sexualidad, la que «…presta la fuerza impulsora para cada síntoma singular y para cada exteriorización singular de un síntoma (…) Los fenómenos patológicos —agrega Freud— son, dicho llanamente, la práctica sexual de los enfermos»(5). La distancia entre la histeria y la neurosis obsesiva se va reduciendo. Sus síntomas tienen ya algo en común. En el historial de Dora encontramos la siguiente pregunta: «¿Son los síntomas de la histeria de origen psíquico o somático?». Y la respuesta: «…todo síntoma histérico requiere de la contribución de las dos partes. No puede producirse sin cierta solicitación somática brindada por un proceso normal o patplógico en el interior de un órgano del cuerpo o relativo a ese órgano. Pero no se produce más que una sola vez -y está en el síntoma histérico la capacidad de repetirse-, si no posee un significado psíquico, un sentido. El síntoma histérico no trae consigo este sentido, sino que le es prestado, es soldado con él, por así decir, y en cada caso puede ser diverso de acuerdo con la naturaleza de los pensamientos sofocados que pugnan por expresarse (…) Los síntomas se solucionan en la medida en que se explora su intencionalidad psíquica». ¿Y qué encontramos por el lado de la neurosis obsesiva? En el historial del «Hombre de las ratas» podemos leer: «Las representaciones obsesivas aparecen inactivadas o bien sin sentido, en un todo como el texto de nuestros sueños nocturnos; y la tarea inmediata que plantean consiste en impartirles sentido y asidero dentro de la vida anímica del individuo, de suerte que se vuelvan inteligibles y aún evidentes...». Vemos cómo en este punto de partida del psicoanálisis —que Freud ubica en el descubrimiento del sentido de los síntomas— se plantea además otra importante cuestión: como consecuencia de la similitud en sus etiologías y en sus mecanismos de formación de síntomas, se impone asimismo cierta similitud en el tratamiento nosólo de la histeria y de la neurosis obsesiva, sino también de una buena parte de las fobias, desembocando todas ellas con el correr de los años —y habiendo transitado juntas los rótulos de «neuropsicosis de defensa» y «psiconeurosis»— en el común denominador de neurosis, para diferenciarse así definitivamente en la nosología freudiana tanto de las perversiones como de las psicosis.

III

Vayamos al grano. Para ello, le propongo al lector hacer viajar a Argán —«el enfermo imaginario» de Molière— hacia su propio consultorio, transponiendo en nuestra propia imaginación su lecho de convalecencia por nuestro venerado diván, en donde podemos presumir que desplegaría similares soliloquios. ¿Cual sería el diagnóstico? A juzgar por las manifestaciones de su carácter y su discurso, pareciera no haber demasiado margen para dudas: desde su presentación, en sus primeras palabras, podemos observar su inocultable avaricia; su necesidad de controlarlo todo y que todo esté en su lugar, dando rienda suelta a la ira cuando su pobre criada apenas se retarda unos instantes en acudir a sus alaridos; la meticulosidad para revisar quejosamente sus deudas para con el boticario, el Sr. Fleurant, originadas en las innumerables —pero que él sin embargo enumera— medicinas y lavativas recetadas por el Dr. Purgón, muchas veces, al parecer, a su propia instancia: «Ah, Sr. Fleurant, poco a poco, os lo ruego —dice Argán revisando sus deudas, solo, en su lecho—; si procedéis así ya no querremos estar enfermos: contentáos con cuatro francos (…) desde el comienzo de este mes he tomado una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho medicinas; y una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce lavativas; y el mes pasado había doce medicinas y veinte lavativas. Ya no me asombro de no sentirme tan bien este mes como el otro. Se lo diré al Dr. Purgón, a fin de que corrija eso…». En suma, todo parece indicar que se trata de un perfecto de obsesivo, incluyendo ciertos rasgos marcadamente paranoides tan característicos de esta afección. Podemos escucharlo, por ejemplo, decir: «No hay nadie: por mucho que diga, me dejan siempre solo (…) ¿Es posible que dejen así, completamente solo, a un pobre enfermo? (…) ¡Esto es lamentable! ¡Ah, Dios mío! Me dejarán morir aquí...». Sin embargo, a juzgar por sus otros síntomas, los que se desplazan y deambulan por todo su cuerpo, podría pensarse que se trata de otra cosa, por ejemplo una histeria o una hipocondría. Es gracioso observar, además —y esto Molière lo utiliza como uno de los principales recursos cómicos de la obra—, cómo Argán oscila pendularmente hacia un lado y hacia el otro: tan pronto como aparecen sus dolores, desaparecen para dar lugar a su malhumor, levantándose enérgicamente para perseguir a la criada por todo el cuarto, demostrando un saludable estado físico, para luego volver quejosamente a postrarse en su lecho.
¿Es su enfermedad «imaginaria»?
Y si no lo es, ¿de qué enfermedad se trata?
Tipos como Argán son los que ponen en jaque al saber del médico, precisamente por no encuadrarse dentro de ningún «tipo». Y es aquí donde el psicoanálisis toma la palabra, para poner en primer plano la palabra del sujeto, quien nos habla en su propia lengua: «…otra lengua que fabrica con sus síntomas (…) El síntoma neurótico —dice Lacan— cumple el papel de la lengua que permite expresar la represión»(6). Punto de partida del psicoanálisis, en sintonía con el lugar que —según veíamos—Freud asignaba al descubrimiento del sentido de los síntomas. Ahora bien, esto no quiere decir que para el psicoanalista no se planteen interrogantes, muchas veces de difícil solución, cuando acude a su consultorio un paciente como Argán, esos de los que la medicina se extraña pero a los cuales el psicoanálisis ha restituido su humanidad. Y esos interrogantes, con frecuencia se ubican a nivel del diagnóstico. Si bien es cierto que muchas veces ello se produce a su pesar —por ejemplo frente al requerimiento de una Obra Social o de una Institución—, es un hecho que los psicoanalistas diagnostican, y no siempre desde el lugar y en el tiempo en que ese diagnóstico podría tener alguna precisión. Con frecuencia, además, ese diagnóstico se produce a partir de cierta imaginarización de las estructuras clínicas: no es extraño escuchar en las reuniones de equipo de algún Centro de Salud Mental, o en el Servicio de Psicopatología de cualquier Hospital, apenas iniciado un tratamiento, comentarios acerca del paciente que se ha comenzado a atender: «Es una histeria típica…». O bien: «Es un obsesivo de libro...». Claro que en la medida en que se pone en juego la transferencia, las cosas dejan de ser tan simples, los síntomas irremediablemente se transforman, quedando la mayoría de las veces de manifiesto su labilidad. De este modo, los obsesivos se histerizan, los fóbicos parece que tambien, o se obsesivizan en la medida que su tratamiento «progresa», aunque en el medio puede aparecer nuevamente algún rasgo marcadamente histérico… Pero entonces, ¿cómo se diagnostica desde el psicoanálisis? ¿Qué interés tiene el diagnóstico diferencial de las neurosis? ¿Existen las estructuras clínicas en forma pura? ¿Que utilidad tiene para un analista determinar el diagnóstico de un sujeto en análisis? ¿Hay una dirección de la cura para la Histeria, otra para la Neurosis Obsesiva, y otra para la Fobia? Por otra parte, si el psicoanálisis toma distancia de las clasificaciones psiquiátricas tratando de escapar al desorden de la clasificación por síntomas, cabe preguntarse: ¿qué define una estructura? ¿Qué determina, si no son los síntomas, que se trata de una estructura neurótica y no de otra? Por último: ¿pueden diferenciarse, más allá de los síntomas típicos con que se manifiestan, la neurosis obsesiva, la histeria y la fobia?

IV

En el historial de Dora, podemos leer la siguiente afirmación de Freud: «En todas las psiconeurosis los procesos psíquicos son durante un buen trecho los mismos, y sólo después entra en cuenta la “solicitación somática” que procura a los procesos psíquicos inconcientes una salida hacia lo corporal. Cuando este factor no se presenta, el estado total será diverso que un síntoma histérico, pese a lo cual es afín en cierta medida: tal vez una fobia o una idea obsesiva; en suma, un síntoma psíquico». Ahora bien,a Freud se le hace más difícil decirnos algo acerca de los motivos por los cuales, llegadas a un punto, las neurosis —o, más precisamente, los neuróticos— divergen en sus caminos. Sabemos que el problema teórico que a él le planteaba el tema de la elección de neurosis ha sido por demás espinoso, haciéndolo volver más de una vez sobre sus pasos. Recién en 1923 logra completar su teoría acerca de las sucesivas fases de organización temprana de la pulsión sexual, con la presentación de la fase fálica en La organización genital infantil, que trae nueva luz sobre dicho tema de la elección de neurosis en tanto nos presenta una nueva versión alternativa a la teoría cronológica: la de una sucesión de «lugares de fijación» en que el complicado proceso del desarrollo sexual puede quedar detenido, y hacia los cuales es posible que haya una regresión si se presentan dificultades en la vida. Esto parece aclarar un poco las cosas, pero sin embargo… volvemos a las mismas preguntas, tentados incluso de formular algunas nuevas: ¿El sólo hecho de que un paciente no presente en el comienzo del tratamiento —y durante cierto tiempo— síntomas somáticos, sería suficiente para descartar una histeria? ¿Debemos excluir la posibilidad de que aparezca un síntoma conversivo en un neurótico obsesivo, o en un fóbico? ¿Qué determina la modalidad del síntoma? ¿En que lugar del cuadro nosográfico lo ubicaríamos a Argán?
Decíamos que la novedad que introduce el psicoanálisis consistió en el descubrimiento del sentido de los síntomas. Esto implica que, ante los esfuerzos de los psiquiatras de la época por hallar leyes generales que justificaran los fenómenos clínicos —que por otra parte se presentan tan contradictorios—, e indiquen su tratamiento, Freud propuso otro camino: el de la singularidad. Y este camino nos lleva, más allá del modo en que el síntoma neurótico se pueda manifestar, a la búsqueda de la verdad reprimida que habita al sujeto. Respecto de ella, el síntoma cumple el papel de erigirse en la lengua que hace posible su expresión. ¿Hay tanta distancia entre el síntoma como lenguaje del cuerpo en la histeria, y las representaciones obsesivas? El mismo descubrimiento del sentido de los síntomas reduce esta distancia, al ubicarse como un lugar común para su elucidación. La regla general es entonces para el psicoanálisis, desde su nacimiento, la singularidad. Por el contrario, y en la medida en que el Saber Médico apunta esencialmente a la generalización —basta revisar el «manual de los manuales», el mundialmente difundido DSM IV—, podemos decir que ese ha sido el punto de desencuentro fundamental entre la psiquiatría y el sujeto.
Pero entonces, y en tanto que todo diagnóstico es un intento de ajustar a un sujeto a una clasificación, ¿cual sería el interés del psicoanálisis por el diagnóstico diferencial de las neurosis?
En un principio, lo que interesaba era poder establecer criterios de analizabilidad. Esto justificaba la necesidad de diferenciar una neurosis de una psicosis o una perversión. Y aún cuando las psicosis han dejado de considerarse como inabordables por el psicoanálisis, la radical diferencia para el tratamiento de estas y aquellas hace que el interés por el diagnóstico diferencial no decrezca. Pero, establecido el diagnóstico de neurosis, ¿de que sirve saber si nuestro sujeto en tratamiento es un fóbico, un histérico o un obsesivo? ¿Es posible, en todos los casos, definir esto con exactitud, siendo que sólo podemos clasificar los síntomas, y más allá de estos nos encontramos con la singularidad del sujeto? Según Michel Silvestre tenemos, para nombrar la clínica «…demasiadas palabras heredadas de la psiquiatría clásica, anterior al psicoanálisis. Estas palabras bastan para clasificar el conjunto de los fenómenos clínicos. La dificultad es hacer entrar al sujeto en esta clínica taxonómica. Este sujeto es habitualmente rebelde a la clasificación. Sin duda, de cierto sujeto se dirá que se alista bajo la etiqueta «neurosis obsesiva», pero algunos rasgos, histéricos por ejemplo, harán vacilar. ¿Cual es, al fin y al cabo, su estructura? El sujeto, como singularidad, desentona en el cuadro de la clínica. Por ciertos lados, es siempre imposible ponerle nombre» (7). Siguiendo esta línea de pensamiento, todo parece indicar que tratar de definir por sus síntomas si un sujeto es obsesivo, fóbico o histérico —entidades clínicas que heredamos como «divorciadas» desde la psiquiatría clásica—, no sería más que un vestigio de las clasificaciones psiquiátricas. Cuando intentamos ir más allá del síntoma, nos encontramos cara a cara con otra cosa, algo del orden de la irreductible singularidad del sujeto, algo que Lacan situaría en términos de la realidad del axioma fantasmático: más allá del síntoma, nos encontramos con la singularidad del fantasma, esto es, un axioma para cada neurótico. Por su parte, agrega Silvestre: «La interpretación está más allá del tipo clínico. Apunta ante todo al fantasma. Consiste en llevar al sujeto a apreciar la dimensión de su fantasma». Queda abierta una pregunta: ¿es posible  —y pertinente— clasificar a los fantasmas?

V

Para terminar, y volviendo al «enfermo imaginario»: ¿cuál sería, finalmente, su diagnóstico? El modo en que se cura no parece dejar margen para dudas. Además, no aparecen en su discurso ninguno de los fenómenos de lenguaje que caracterizan a las psicosis. Argán es, a todas luces, un neurótico, pero…¿de que tipo? Contentémonos con eso. Respecto al modo en que se «cura», lo interesante es que ello se produce a partir de una maniobra urdida por su hermano, Beraldo, y su criada, luego de su paso por un lugar que no nos resulta desconocido a los analistas: el lugar del muerto. Argán se hace el muerto, y es desde ese lugar desde donde se producen las condiciones necesarias para un cambio de posición subjetiva. Curiosamente, como en «el paciente corso» de Lacan, a partir de ese momento —y hasta el final—, la obra transcurre en otro idioma.
Obviamente, no podremos adentrarnos en el análisis del «caso» mucho más de lo que nos lo permite Molière. Es decir, nada sabremos de su infancia, y muy poco de sus fantasías, apenas lo que en su discurso insinúa. No contamos por lo tanto con los elementos necesarios para construir su fantasma fundamental, para abducir cuál es el axioma fantasmático que determina la fenomenología de su neurosis. Pero…¿no es así como se presentan nuestros pacientes?

(1)Este trabajo fue presentado en el acto de clausura del Programa de Investigación en Psicoanálisis, experiencia llevada a cabo entre los años 1991 y 1992 con la coordinación de Enrique Millán. Posteriormente, fue publicado en el libro Trabajos sobre neurosis, Buenos Aires, 1994. Algunos de los conceptos vertidos en él por entonces —en especial lo referido a la contraposición entre Psicoanálisis y Psiquiatría— serían abordados hoy por mi, seguramente, de manera algo distinta. No obstante, salvo algunas pequeñas correcciones, preferí publicarlo aquí respetando su estilo original dado que, en lo esencial, este trabajo refleja aún mi modo de concebir la clínica en todo lo relativo al tema central en él desarrollado.
(2)Molière; El enfermo imaginario, (1673).
(3)Freud, S.; Psicoanálisis y Psiquiatría, Conferencia nº 16 (1916).
(4)Freud, S.; El sentido de los síntomas, Conferencia nº 17 (1916).
(5)Freud, S.; Fragmento de análisis de un caso de histeria, (1901).
(6)Lacan, J.; «De un dios que engaña y de uno que no engaña», en El Seminario, Libro III (Las psicosis). (7)Silvestre, M.; «Al encuentro con lo real», en Mañana el psicoanálisis, Buenos Aires, Editorial Manantial, 1991.

Gabriel O. Pulice