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EL DIA EN QUE LOS CISNES RECUPERARON VENECIA

Hemos salido a conquistar las tierras comunitarias, porque a duras penas soportamos la tierra íntima. Salir, siempre salir.


Hemos vendido y comprado la ilusión de que nuestra grandeza está dada por el tamaño y la velocidad de lo que conquistemos afuera, ya sea en forma de selva amputada o de múltiples miradas ganadas en una fiesta multitudinaria. Bastardeamos las conquistas más íntimas, como un domingo de silencio y quietud; si bien maldecimos un lunes obrero, nuestros cuerpos se resquebrajan a gritos porque llegue ese viernes, ese sábado, esa salida. Salir, siempre salir, compulsivamente salir. Si los primeros días de aislamiento obligado por decreto, mi mente y cuerpo se sintieron violados en un derecho que lo suponen natural (entiéndase la mirada de otro ser humano, el canto de otra voz que no sea la propia, una caricia, una charla cara a cara); al décimo día de la cuarentena, un pequeño temblor se me revela: sólo en la abstinencia vemos con claridad cuál es la droga.

Sí, salimos primeros; pero para darnos cuenta de que en verdad nunca hubo una carrera. Eso, ¿quién nos corre? Hemos consquistado el cielo con torres indivisables, y también el infierno porque de todo hicimos un posible negocio.

Inventamos fórmulas exactas para el azar, y ni a la muerte le dejamos sitio; porque incluso allí queremos ser dueños. Un poco contingencia, y otro tanto destino anunciado, desembocamos en un hashtag quedáte en tu casa. Sí, finalmente el tiempo se detuvo para la civilización humana. Hemos salido durante centurias a consquistar y ser lo más productivos que podemos en esta conquista. Sometimos todo a la lógica de la hiperproducción. No sólo lo material y lo tangible, hemos hecho de nuestros valores bienes capitalizables. Si en la abstinencia se ve con claridad cuál es la droga; la cuarentena y el aislamiento social nos destilan posibles nuevas preguntas: ¿no estamos acaso hipersocializados?

Si la Internet nos dio el hipervínculo, fue sólo en la medida en que esto no era más que un reflejo de lo que ya estaba codificándose en nuestra genética social. ¿Será que socializamos del mismo modo en que producimos bienes? Hemos aprendido ciertas lecciones, pero a la carrera la seguimos corriendo: es la oferta quien crea ex nihilo a la demanda. Queremos socializar. ¿Queremos socializar? ¿Qué elección hay allí cuando la necesidad pica en la carne y nos exige sin posibilidad de reflexión?

Finalmente el tiempo se detuvo para la civilización humana. Dicen que los cisnes recuperaron su Venecia, y hasta la capa de Ozono tiene otro color. Pero no son sólo las fábricas que hemos montado; también llevamos la hiperoproducción y la contaminación a nuestra socialización. Hemos institucionalizado muchos espacios y modos de vincularnos, cines, bares, restoranes, boliches, teatros, veredas; e incluso hasta nuestras más ingenuas plazas y parques no están exentas de esta lógica adictiva. Frecuencia por sobre permanencia. Contabilidad por sobre valorabilidad. Las tierras comunitarias parecieran ser las únicas fértiles. Hemos rechazado nuestra intimidad (que es mucho más pequeña que la individualidad), porque el silencio paradójicamente nos aturde. El aburrimiento es quizás signo de este rechazo a la intimidad. Hashtag quedáte en tu casa. Busco las implicancias entre las líneas, y de eso leo que como sociedad terminamos necesitando un decreto para practicar la solitaria intimidad. Porque la intimidad también es eso, una práctica; un otro tiempo, quizás un silencio en contratiempo dentro del pentagrama vital; para que podamos elegir. En la hiperproducción, no hay elección. Y en la hipersocialización, tampoco.

Como buen cristiano que no soy, tiro la primera piedra. Viví mis últimos quince años al palo, haciendo de mí lo más producitvo posible, académicamente, laboralmente, artísticamente, socialmente. Este 2020 además de trabajar, pensaba hacer trapecio, calistenia, una maestría, otro posgrado, un taller de teatro físico, otro taller de teatro, ensayar para tres obras; y además no me quería privar de salir todas las noches, o al menos noche por medio. ¿Quién me corre? ¿La muerte de la que no soy dueño, o más bien, la hiperproducción enquistada en mis vísceras en llamas? Insisto: nuestra imagen de los tiempos modernos es Chaplin y esa línea de montaje (y a Chaplin siempre lo ubicamos como otredad); pero no nos damos cuenta de que en esa línea también montamos nuestros espacios sociales. A la carrera ya nos la inyectamos en nuestras propias venas y arterias.

Necesitamos juntarnos, charlar, comunicarnos como si estuviéramos en una carrera para producir saber y valor. Que no se me malentienda. No estoy haciendo apología del dogma y el atontamiento para la doctrina. Pero hasta la palabra puede ser hiperproducida. Todo puede ser una droga. La palabra que quema en la lengua y necesita urgentemente ser escupida como palabra pública; como si las pequeñas verdades, las verdades íntimas, no se pudieran refugiar en un otro tiempo. No hace falta ser figura pública, nuestro círculo privado funciona bien como público para nuestras palabras hiperproducidas. Finalmente el tiempo se detuvo para la civilización humana, y en este silencio se abre una posible elección también para nuestra palabra, una palabra más íntima, más deseada, casi en ese lugar imposible en donde la palabra se vuelve muda. En este contexto de hipersocialización, quizás valga la pena ponderar de otra manera esas palabras íntimas que le son propias a cada vínculo, y que no necesitan hipervincularse. Lo íntimo también puede encontrar su muerte en lo privado.

En este respiro en donde nuestras maquinarias se han parado, se abre la posibilidad de una elección; a la manera del GPS que recalcula sus destinos y sus rutas; hay una posibilidad para una otra elección. Es la primera vez que la civilización humana hace menos ruido. En este planeta, en donde también hay cisnes, no necesitamos gritar.

Tiro la segunda piedra: ¿en qué lugar paradójico caen entonces estas palabras mías?


Lic. Martín Huang