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LLUEVE SOBRE EL VIDRIO

¿Qué queremos decir cuando decimos “me falta tiempo” o “me sobra tiempo”? ¿Qué relación tenemos con el tiempo, como si fuera un objeto de nuestra posesión que podemos perder o ganar? En estos tiempos de cuarentena, ¿qué lugar ocupa el deseo?


Habituados al calendario y al reloj, hemos sometido nuestra vida a sus exigencias e inclemencias; sobre todo, atamos nuestros deseos a una Krono-logía, en donde algo fue poseído en un pasado, perdido en un presente y anhelado a ser recuperado en un futuro. Pero en la Antigua Grecia, los dioses del tiempo eran tres: Kronos, Aión y Kairós.

Kronos, uno de los dioses titanes del Olimpo, es quien en la mitología del Génesis, separó el cielo de la tierra; separación, hiancia y falta que, según el mito, dio a luz a todos los seres que habitan en la tierra. Kronos, que para los romanos era Saturno (ese Saturno de Goya que devora a su propio hijo), exige esa alimentación insaciable, porque la tierra, ya separada del cielo, queda condenada a una falta eterna cuya voracidad demanda una satisfacción paradójicamente imposible. Kronos es la ordenación de los días en un pasado, un presente y un futuro. Y nosotros, hijos de este mito, sometimos al deseo a esta lógica de la falta.


Pero en esta comedia de dioses, nosotros sólo somos los mortales. Estamos quizás más cercanos a Kairós, un dios muchísimo menor, que para los griegos era casi un daimon, un demonio. Kairós es el instante fugaz, allí donde el azar se encuentra con la oportunidad. Lo que los norteamericanos acuñan como el timing. Kairós tiene los pies alados, y sólo un mechón de pelo en su frente y calvo por detrás, permitiendo la fantasía de que si no lo tomamos del mechón cuando viene, ya cuando se escapa, no hay pelos por detrás de donde aferrarnos, ya no hay posibilidad de volverlo a tomar. Pero ésa es sólo una posible fantasía. Desde una mirada de un Oriente arraigado en el budismo, Kairós puede ser tomado como el instante que no se escapa, que sólo muta. Porque para el budismo, el único tiempo existente es el instante presente; por lo que el instante no se escapa, sólo muta. La oportunidad no se pierde, sólo cambia. Kairós es también el tiempo del propio sentir; el dolor que a veces se nos hace eterno o la alegría que ponderamos como efímera; más allá de las manecillas del reloj o de las primaveras medidas en tres meses. En este sentido, no existe el mal timing; todo instante es un buen timing, la pregunta es timing para qué. Asociamos el deseo con lo que falta, y nos cuesta mantenernos en una postura deseante frente a lo que está presente; frente al instante, siempre cambiante. Lo presente y la falta plantean dos lógicas de deseo y de tiempo muy distintas. La falta que engendra el deseo se sostiene bajo la ilusión cronológica de un pasado, un presente y un futuro. Más aún, desear lo que nos falta es condenarnos a la excomulgación eterna por fuera del instante presente.

¿Cómo desear entonces el presente, sin que implique una añoranza del pasado o un anhelo del futuro? Para el budismo zen, al presente no le falta nada. Todo lo que existe sólo puede existir en el presente; lo que no existe son sólo tercos fantasmas que, amén de la redundancia, no existen. En los templos de nuestros fueros internos, le ofrendamos nuestro propio cuerpo a Kronos, diseñando propósitos a ser obstinadamente alcanzados. Medimos nuestra felicidad bajo la vara de la falta, el deseo y su cumplimiento. Sólo aprendimos a desear lo que falta, ¿pero acaso no se puede desear lo que hay?

Para los amantes de Lacan, cabe recordar que en la mitología más aceptada, Kairós era hijo de Zeus y Tyché. Lacan toma a Tyché, la divinidad de la fortuna y el azar, para hablar del encuentro con lo real. El deseo, en tanto falta, nos condena a un eterno encuentro fallido o desencuentro. Porque si el deseo está inscripto en la lógica de la falta; sólo sabremos desear lo ausente. Desde esta mirada, el encuentro con lo que hay es desde luego siempre fallido. Asociamos el deseo con el automaton, la repetición fallida para recuperar lo perdido. Sin embargo, en toda repetición, como dice Lacan, siempre hay una diferencia, lo real; lo demás son sólo quimeras de la falta. El presente es siempre una diferencia. Bajo la lógica de Tyché y de Kairós, siempre hay encuentro. ¿Qué relación tiene entonces el deseo con la Tyché? ¿Somos capaces de desear el presente, que es siempre azaroso y fortuito; o sólo deseamos lo que nos falta? Si el objeto es lo más contingente de la pulsión, como postula Freud, podemos desear la sombra de lo perdido, o desear la contigencia misma.

En el idioma chino, los verbos no se conjugan, ni en tiempo ni en persona. “Yo ayer comer manzanas”, “nosotros mañana ir al parque”. Incluso la traducción al español usando el artificio del infinitivo es, stricto sensu, incorrecta. Porque en el chino no existen los tiempos verbales, ni siquiera el infinitivo. Si en el principio era el Verbo, como dice la Biblia, el verbo para los chinos es ajeno a Kronos. Bajo esta lógica gramatical de fuerte tradición budista, la única realidad temporal es el presente; pero no en oposición al pasado o al futuro; en todo caso, los contiene en una identidad única. La identidad tautológica suele ser el recurso discursivo de los maestros zen. ¿Qué es el tiempo? El tiempo es el tiempo. ¿Cuándo termina esto? Esto termina cuando esto termina. ¿Qué es lo que hay? Lo que hay es lo que hay. Pese a las burlas posibles a la manera del perro que se muerde la cola; podríamos pensar que a Occidente, le es difícil vivir bajo el peso liviano de esta tautología circular, tan absurda como lo es en verdad la vida misma. Porque la materia viva, lo real, está hecho también de eso: absurdo y azar. Nos creemos dueños de nuestros deseos y de nuestras vidas, y nos amparamos bajo la ilusión de que podemos trazar el destino de nuestros propósitos. En esta omnipotencia, siempre es un bad timing, porque como decíamos, sólo sabemos desear lo que nos falta.

Hace unos años, en una situación anecdótica que atesoro como herencia de ese Oriente de mis ancestros; le pregunto a mi papá si había sufrido la pobreza cuando era chico. Su mamá había enviudado a sus 4 años, y tuvo que hacerse cargo ella sola de los 6 hijos que tenía. Una familia del campo muy humilde, cuya pobreza económica tomaba la forma de un bowl de arroz como única comida del día, y así todos los días. La carne (miento, la grasa que traía apenas un vestigio de carne) estaba sólo reservada para alguna celebración especial. Lo miro a mi papá y le pregunto si había sufrido mucho esa vida de pobreza; y él me mira sin entender la pregunta. Unos minutos de silencio después, me responde: “¿por qué habría de sufrir, si eso era la vida? Lo que es, es”. En ese momento, con su respuesta, no pensé en la felicidad (valuarte último del capitalismo); sólo pensé en el tiempo, en el azar y en la vida de la que no soy dueño.

No podemos dejar de ser hijos de nuestra idiosincracia forjada en centurias de cultura acumulada. Pero el diálogo con lo extranjero siempre abre otras ventanas para volvernos a pensar. Aunque también es cierto que la interculturalidad es muchas veces posible sólo con adaptaciones que ocurren con mayores y menores justicias. Como apps de meditaciones guiadas descargables al télefono o a la computadora, de las cuales pretendemos alcanzar alguna respuesta revelada que nos calme; cuando para mí, toda meditación no sólo no busca respuestas; sino que sobre todo busca la ausencia de preguntas. O como esa otra idea mal importada de la oportuncrisis, tan del new age. En donde de repente nos sentimos exigidos a que todo se transforme en una oportunidad (incluso la crisis), exigencia tan de Kronos, tan de Occidente, en donde sólo sabemos ser, siendo productivos. La oportunidad no es algo a ser aprovechado. No hay provecho ni en lo que se toma, ni en lo que se deja de tomar. El azar del instante presente no es un tren que podemos perder; sólo es el único espacio-tiempo en el que podemos estar. Porque no estamos pescando en alta mar. En todo caso, no hay cañas, no hay barco, sólo estamos nosotros y el mar.

Miro a través de la ventana cómo los hilos de la lluvia dibujan el azar sobre el vidrio, y pienso que si en este instante apoyara mis manos en el vidrio, mis dedos se pondrían a danzar con la precipitación del mar.

Lic. Martín Huang