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¡Mario Bunge tiene razón!

Por Oscar Lamorgia

Puesta a punto. Como es habitual, de tanto en tanto el psicoanálisis sufre nuevas diatribas, usualmente motorizadas a partir de operaciones cíclicas que tienen por objeto llevar a cabo un retorno tan consciencialista como renegatorio de la castración. Es evidente que hay heridas narcisistas que no dejan de sangrar. No obstante ello, existe un personaje que se recorta claramente de dichas campañas, no precisamente por la brillantez argumental que enarbola al respecto, sino por emprender una cruzada personal que se independiza de aquellos cuyas voces se hacen oír en una forma adocenada.
Hablo del obsecado seguidor de Karl Popper: Mario Bunge.

Este epistemólogo de fama internacional, quien al parecer detenta con orgullo la posesión de un diccionario de sinónimos que homologa epistemología a “todología”, la ha tomado con Freud y sus seguidores con una saña no carente de falacias y desmesuras. A él, no parece haber tema que se le resista, ya que toda cuestión será saldada con un pequeño puñado de líneas maestras que no han ido mucho más allá del método clásico de Augusto Comte.
Tanto es así, que recientemente y refritándose a sí mismo por enésima vez, vuelve a las andadas con una acusación descerrajada hace ya un cuarto de siglo en nuestro matutino de mayor circulación. Según Bunge, el psicoanálisis sería pura charlatanería. Le pido al lector que retenga esta idea. La misma será retomada con mayor detenimiento.
En aquella ocasión (corría el año de1986), el psicoanalista Roberto Harari, le respondió públicamente con una solidez no carente de cinismo, pero que a todas luces, detentaba una estatura intelectual despojada del patoterismo especularizante que Bunge propone cada vez que un micrófono pasa cerca de su boca.

La “negación positivista”. El oxímoron del presente subtítulo adquiere vigencia toda vez que intelectuales enrolados en lo más granado del positivismo intentan desacreditar nuestra práctica a partir de dos elementos prínceps, a saber, la no falsabilidad de sus postulados, y la imposibilidad de reproducir sus resultados en condiciones de laboratorio.
En ocasión de la aparición de la, así denominada, “Enmienda Accoyer”, recuerdo haber promovido el siguiente argumento: Al medir una superficie, utilizamos una regla o similares instrumentos de medición. Es decir, que usamos un instrumento extenso para medir a otro elemento también extenso. Cuando queremos medir el tiempo, en cambio, utilizamos un elemento extenso (por ejemplo el reloj de sol, cuya sombra avanza sobre la superficie del plato que se ofrece al firmamento) para medir algo que no tiene sustancia. En suma: ¿Cuál es el tiempo que mide al tiempo? (1) Por tal razón sostengo que los andamiajes epistémicos del campo positivista se revelan tan inadecuados para evaluar a una práctica conjetural, como lo sería un barómetro para medir la altura de un edificio (2).

Al respecto, dudo mucho que Mario Bunge, Albert Einstein, Stephen Hawking o Ilya Prigonine hayan podido viajar en un haz de luz, lo que no le resta legitimidad a la conjetura del tiempo fractal ¿O sí?
Seguidamente seremos testigos de una demostración palmaria de la ignorancia que subtiende las opiniones de este científico cuando de psicoanálisis se trata.
Afirma en el diario La Nación:
“Alguien tendría que averiguar por qué no se han avistado complejos de Edipo en Arroyo del Medio ni en otras poblaciones rurales. ¿Será el aire puro o más bien el bajo ingreso de sus inocentes habitantes, que aún no saben que la manera más barata de lidiar con problemas personales es confesarse con un psicochamán?” (3)

Viene a mi memoria una anécdota referida por el psicoanalista Miquel Bassols en la que, intentando denostar al psicoanálisis, un terapeuta sistémico preguntaba al auditorio qué era un super-yo y si alguien estaba en condiciones de traerle uno para colocarlo sobre su mesa de trabajo. Luego de la carcajada cómplice de sus seguidores, el conferencista de marras de pronto se puso serio y dio por comenzada su conferencia, la que versaba sobre los usos y aplicaciones de la Cámara de Gessel. ¿Existe acaso algún ícono más representativo del super-yo que la Cámara de Gessel? ¿No connota acaso el citado ejemplo una demostración cabal de ubicuidad hermenéutica?
Pero volvamos a la sentencia bungeana en relación a la charlatanería. En un reportaje reciente y habiendo cargado las tintas previamente contra la homeopatía, la medicina ayurveda y la medicina tradicional china, el citado coloca en serie a estos corpus doctrinarios junto al ocultismo, la alquimia y –una vez más– al motivo de sus desvelos: el Psicoanálisis.

La unción bautismal del epistemólogo se centra en forma declarada en la validación del maridaje denominado psicología biológica. Práctica esta última más ligada a estudios del sistema nervioso y a una etología de los seres humanos lindera con la veterinaria, que con una que recorte al sujeto en su singularidad. Singularidad que de un modo amboceptor permita sostener la ética del deseo y la estética de un goce creador no parasitario.
Esto último, sería para Bunge, una suerte de ciencia ficción no representable ni visualizable a través de los instrumentos de medición con los que no logra revertir su propia ceguera conceptual.
Al mismo tiempo, sugiere el cierre de la facultad de Psicología, por cuanto afirma que, siempre según sus planteos, esta alta casa de estudios se ha convertido en una usina de potenciales estafadores que –a la postre– terminarán medrando con la ignorancia de la gente.

Él afirma que el inconsciente ya existía antes de Freud. Evidentemente no el inconsciente freudiando, dado que aplicando igual criterio nada impediría afirmar que las cosas caían al piso antes de que Isaac Newton enunciara su ley de la gravedad. ¿Es por ello Newton un plagiario de algo inventado por la naturaleza misma? ¿O contrariamente, se trata de alguien que a partir de la enunciación de su ley, abrió con ello una ruta de investigación sobre causalidades que hasta entonces se atribuían a las más variopintas cuestiones?

Charlatanería. El científico que nos ocupa jamás ha sido mezquino a la hora de repartir insultos: según él, los psicoanalistas seríamos –entre otras cosas– acientíficos, estafadores y charlatanes.
Veamos un fragmento paradigmático de la estatura que poseen sus críticas:
“La Argentina tiene 50.000 licenciados en psicología, 38.000 de los cuales trabajan en Buenos Aires. (Eso de que trabajan es un eufemismo: en realidad, no hacen sino escuchar mucho y hablar un poco.)” (4)
Bunge tiene razón en esto. Un psicoanalista escucha mucho y –es de esperar– habla poco. Exactamente al revés de lo que hace él.

Al respecto, hallamos en el Diccionario de la Lengua Española lo siguiente:
Charla: (ital. Ciarla). Acción de charlar. Conferencia. Disertación.
Charlatanería: Locuacidad. Calidad de charlatán.

Es evidente que la dimensión metafórica alcanzada por el síntoma analítico, la que justamente lo torna pasible de verse deflacionado en su goce, requiere de palabras proferidas y no precisamente, amordazadas.
Si definimos al síntoma como el modo de enunciar nuestro sufrimiento, ello debería desembocar en que expresiones tales como “¡se me parte la cabeza!” no puedan ni deban de ser inmediatamente traducidas como cefalea, con arreglo a lo indicado por un mero protocolo médico y aunque en cierto sentido, coincidan.
El modo de enunciar el sufrimiento es lo que divide las aguas entre el goce parasitario del síntoma y su envoltura formal, es lo que diferencia la astasia abasia de Elizabeth Von R. de “lo que no caminaba en su vida”, es decir, aquello que lo torna metaforizable abriendo camino a la aparición de nuevas ligaduras libidinales y adquisiciones de un plus-de-sentido anteriormente vedado.

Otro ejemplo que podemos dar en tal respecto ya no estaría dado strictu sensu por la emergencia de síntoma analítico, sino por algún trastorno alimentario; adicción y/o cualquier otra práctica de goce que cortocircuite en su lógica el pasaje por el Otro. Pasaje que una vez restituido vía el molino de las palabras, tienda un puente entre goce y contabilidad.
Ciertamente, los logros científicos que Bunge pondera, han producido entre otras cosas, elementos tales como el cinturón gástrico, que más allá de sus fallos, ha permitido a algunas personas recuperar su silueta. Lo que aún no ha podido lograr este “avance” es hacer que el sujeto pueda vérselas de otro modo con la pulsión.

Quisiera detenerme con dos reflexiones de otro epistemólogo, Gastón Bachelard, quien en su obra La formación del espíritu científico, nos dice:
“Llega un momento en el que el espíritu prefiere lo que confirma su saber a lo que lo contradice, en el que prefiere las respuestas a las preguntas. Entonces el espíritu conservativo domina, y el crecimiento espiritual se detiene” (5).
Y líneas arriba... “(...) los grandes hombres son útiles a la ciencia en la primera mitad de su vida y nocivos en la segunda mitad” (6).
Sin lugar a dudas, en este último aspecto, el nonagenario Mario Bunge, ha sido muy precoz.

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1. Lamorgia, Oscar: “El Estado de Salud Mental”. Revista Psyché-Navegante N° 60 (www.psyche-navegante.com)
2. Lamorgia, Oscar: “De falacias y desmesuras”. Revista Psyché-Navegante Nº 70 (www.psyche-navegante.com)
3. Diario La Nación. Edición del 27 de abril de 2010.
4. La Nación. Ibídem (el subrayado es mío. O.L.).
5. Bachelard, Gastón. La formación del espíritu científico. Pág. 17. Siglo veintiuno editores.
6. Bachelard, Gastón: ibídem.

FUENTE: ImagoAgenda.com
http://www.imagoagenda.com/articulo.asp?idarticulo=1310

Oscar Lamorgia. Docente Causa Clínica.